lunes, 28 de octubre de 2013

Experiencia intransferible



      La puerta estaba entreabierta , la empujé y entré. Como todos los días, la mezcla de olor a remedios y detergentes me provocó un mareo que sólo duró el tiempo necesario para habituarme. La ventana tenía las cortinas bajas para que el paciente descansara: silencio y poca luz. Apenas di unos pasos, José abrió los ojos y me miró. Al hacerlo creí notar cierto alivio en su rostro. Me acerqué sonriendo y le besé la mejilla.
– ¿De dónde venís? – preguntó.
–De la oficina. Se me hizo tarde y no pude traerte el remedio. Además, me parece que no tendrías que tomar algo si no te lo recetaron.
–No me jodas, Negrita. Dejame administrar mi propia muerte.
Me suena tan extraño eso que decís. Pero, bueno,  no traje el remedio. Cuando salí del trabajo estaba todo cerrado. Pero no te preocupes, ahora cuando abran las farmacias voy a buscarlo.
–Está bien –se quedó pensando y luego continuó – Hoy vino la vieja. Estuvo hablando con Carlitos. Me contó que él le había dicho que yo tenía una enfermedad grave.
      Pensé en su madre. ¡Pobre Lola! Que el psicólogo del hospital y amigo de su hijo le hablara de la gravedad en que estaba, debe haber sido fuerte. Me pregunto por qué lo habrá hecho. Como psicólogo, -supuse- Carlitos habrá querido prepararla. Lola se resistía, es más, se negaba a preguntar. Era su único hijo y -según me había contado en una tarde lejana de confesiones-, ella lo había concebido después de varios años de casamiento.
– ¿Vos qué le dijiste que tenías? ¿No le habrás dicho la verdad?
– ¡No! Solo le dije que no tenía una gripe fuerte –respondió con tono irónico. Yo admiraba su tendencia a la ironía. Me parecía que era muestra de un intelecto superior.
– ¡Menos mal! ¡Pobre mujer, no creo que pueda resistir! Pero de algo estoy segura: si no lo sabe, lo intuye.
–En este momento, Negrita, con la única persona que puedo hablar es con vos.
–Sí, lo sé. A mí también me jode lo que te pasa. Si a vos te hace bien que yo venga…
– ¡Claro que me hace bien! Hoy vinieron unos parientes que no conocés y me preguntaron si podían rezar por mí.
– ¿Y?
–Les dije que si querían hacerlo, que lo hicieran. Yo no tenía problemas.
      Mientras hablaba, noté que su piel estaba más amarillenta. La frente,  nariz y las mejillas hundidas le daban un aspecto cadavérico.Tenía menos pelo, su barba encanecía por sectores, sus ojos perdían brillo…
–No me puedo quedar mucho; hoy me toca dar clases en la Facultad.
– ¿A qué hora volvés?
–En cuanto me desocupe. Mañana es feriado, si querés vengo con un libro y leemos. ¿Te gustaría? Si no querés, no hay ningún problema.
–Como vos quieras negrita. Me jode no poder escribir. Justo ahora que me estaba yendo bien con lo que escribía… ¿Le pediste a la vieja lo que te dije? Decile que te dé los papeles que tengo en la valija. Me gustaría que leyeras los cuentos que me publicaron.
– ¡Sí!... ¡Sí! Los voy a leer. No te preocupes, apenas pueda hablar con ella, le pido que me los dé.
–Te van a gustar, estoy seguro.
      ¡Cómo decirle que su madre estaba tan mal  justamente a él que tenía los días contados! Miré por la ventana del dormitorio. Era un primer piso y el sol iluminaba la vereda de enfrente. En septiembre los días son neutros: ni calor ni frío. Son como esperas entre horas muertas. Horas en las que no se sabe qué decir. Trataba de encontrar un argumento que justificara mi retirada por ese día. Tenía la certeza de que podía leer o adivinar mi pensamiento si imaginaba que mañana no estaría vivo.
– Bueno, me voy. ¡Hasta mañana! –le di un beso en la mejilla y me fui sin darme vuelta.
      A la madrugada del día siguiente pasaron Lola y su amiga Elsa por mi casa. Vinieron a traerme la dirección de la funeraria donde lo velarían. Como una autómata me oí decir:
–Vayan ustedes que termino de vestirme y estoy allá.

jueves, 17 de octubre de 2013

Los frasquitos de doña Amparo


De Martha Alicia Lombardelli

 Llegué al pueblo después de un viaje en tren de dos horas. Necesitaba consultar a la vidente del lugar. Mis amigos, movidos por el afecto que sentían hacia mí,    insistieron en que la única que podría ayudarme era doña Amparo. La doña tenía ganada una larga fama aconsejando a las jóvenes para conseguir novio, preparando gualichos especiales para no perderlos; curando empachos, ladillas y extirpando lombrices solitarias en los bebés.
Apenas había empezado a noviar con Martín –mi tercer novio- y hasta ahora nadie me había visto con él. Lo mantuve casi en secreto. No quería que sucediera lo mismo que con los anteriores. Por eso es que estaba preocupada y decidí que la tercera es la vencida: iría otra vez a consultar a Doña Amparo.
Estaba cansada de escuchar:
– ¿Y, no encontraste novio?  ¿Es raro, lo que te pasa?  ¡Mirá que haber tenido dos y los dos se te murieron, eh!
Yo me quedaba callada, con la intención de no alimentar la conversación sobre el tema. Pero ella seguía:
– ¡Che! a vos ¿no te llama la atención?  Sí, ya sé, me contaste que el primero falleció y no pudieron saber por qué. Pero, ¿qué pasó con el segundo, el que era de Playa del sol?  -insistía mi amiga.
– ¡Qué sé yo!  Un día se fue diciendo hasta mañana y no volvió más. Con
decirte que no lo he visto por ningún lado -dije con los ojos llenos de lágrimas.
–En fin, no hay mal que por bien no venga -agregó como queriéndome consolar- me enteré que los dos anduvieron con las locas del callejón al mismo tiempo que eran tus novios.

Después agregó:  
            –Tendrías que ver a Doña Amparo, ella seguro que te da la solución. Vas a ver que la próxima vez encontrás a tu príncipe azul.
Me despedí de mi amiga y pensé que no estaba mal su consejo. Sería la tercera vez que iría a visitar a la doña.  Hace cuatro años fui a pedirle un gualicho para conseguir marido. Me lo dio y me dijo que cuando encontrara novio se lo fuera dando de a poco en el mate.  Eso sí, no tenía que decirle nada a nadie y tenía que dárselo al hombre cada día que viniera a visitarme. Regresé a mi casa con el frasquito en la cartera. A la noche, ya sola en mi pieza lo desenvolví y lo miré como si pudiera encontrar el secreto de su magia, mientras fruncía la nariz por el olor que emanaba. Era un olor suave pero parecido al del zanjón que había al borde de mi vereda. Dos veces hice lo que ella me dijo: con el primero, alcancé a darle sus gotitas durante una semana.  Luego, con el segundo novio ni alcancé a darle el contenido de un frasquito.
Me sacudí el polvo que el viento había hecho entrar por la ventanilla, me alisé el pelo y enfilé para lo de Doña Amparo. Tenía tantas esperanzas en lo que ella pudiera hacer para conseguirme un novio. Estaba decidida a contarle mis temores: yo comprendía que cuando Juan se enfermó, ella no pudo hacer nada por él.  También quería que supiera que cuando el Héctor desapareció, hubiera querido llamarlo por teléfono pero sabía que ya no estaba en el pueblo y ¿dónde llamarlo si no sabía dónde estaba? Por último, contarle que estaba un paso de quedarme otra vez sin novio y no quería que eso me pasara. Ella tenía que ayudarme, tenía que darme un gualicho más fuerte. Para que nunca me olvidara y me quisiera más que a nadie en el mundo.
Dos cuadras antes de llegar a su casa me llegaron los rumores de su enfermedad.  Llamé a su puerta y me atendió una señora que no conocía.
– ¡Ah, usted busca a la doña!  Pobrecita, se la llevaron para internarla. Creo que alguien la denunció por andar haciendo favores a la gente. ¡Tan buena que era ella, tan servicial! Siempre tenía algún frasquito para lo que se necesitaba. Pero parece, que el diablo metió la cola y la denunciaron porque dijeron que estaba un poco mal de la cabeza. Yo creo que estaba ciega y muy vieja.
– ¿Cómo que la denunciaron? - pregunté.
            –Algunos comedidos dijeron que dos o tres veces la vieron -a las doce de la noche y en total oscuridad- de rodillas, metiendo o sacando algo del zanjón de su casa.  De ahí es que pensaron que estaba un poco ida.
La mujer siguió contándome que la policía y los enfermeros le revisaron toda la casa y se llevaron como quince o veinte frasquitos, todos iguales, con el nombre de su contenido prolijamente escrito y pegado para su identificación.  Añadió que oyó comentarios de que las personas que compraron   esos frasquitos se enfermaron. Y bajando la voz, me dijo que hasta hubo algún muerto. Ella no quería hacer bulla contando eso, pero le parecía que la doña, ya estaba muy viejita y se podía equivocar.
Al oír eso, perdí mis esperanzas. Ya nadie me podría ayudar. Me prometí a mí misma rezar una oración para la doña. Para que ahora Dios la ayudara a ella. Pues no me quedaban dudas cuando la vecina dijo que la policía arrasó con todos los frasquitos y oyó que uno de ellos decía:  
-¡Acá vamos a encontrar la prueba de lo que esta mujer hacía!




Punto y aparte


De Martha Alicia Lombardelli

Esa mañana de junio, decidí que me iría a caminar por las calles de la ciudad. No estaba conforme con mi situación. Lo que me había impulsado a viajar desde mi país era algo menos que una quimera.  Se podría decir que había hecho el viaje para cerrar una etapa. Volvería nuevamente a la Argentina y allá, esperaría los cambios tal como se fueran dando.  Mi pasado se convertiría en pasado propiamente dicho. No más apostar a que se volviera a dar lo que se daba. ¡Se acabó, se acabó para siempre!

Me visto sin entusiasmo; la puta sensación de ajenidad es peor que la angustia existencial heideggereana. Estar donde no estás y no estar ya nunca más donde esperabas volver a estar. ¿Sería eso la muerte del amor? ¡Cómo me jode nombrar algo que nunca se sabe qué es!  Oscuro y confuso como son los sentimientos, no creo que haya alguno más ambiguo que aquél que se conoce como amor.  Apego, atracción sexual, miedo a la soledad, mezcla de todo sin que se lo pueda definir con claridad. Nadie se fija si entro o si salgo de la casa. Situación contradictoria: no me gusta que me controlen, pero a la vez, rozo la indiferencia a mi alrededor.

Me siento viva cuando no soy yo. Cuando recorro el escenario polvoriento como un miembro más del coro y repito las palabras de las troyanas destinadas a ser secuestradas por los griegos; con la certeza de ser  violadas, secuestradas,  raptadas;    lamento la pérdida de mi patria, destruida por los griegos invasores,   me convenzo que estoy en alguna de mis anteriores encarnaciones. Y ruego a los dioses que ayuden a nuestros guerreros, y que se lleven nuestras almas para que no las humillen; que si nuestros padres, maridos o hermanos, van a ser humillados o esclavizados, sean muertos y llevados por las walkirias  al Hades.

Cuando baja el telón, mis ojos están rojos del polvillo que se ha levantado y arden como si hubiera estado llorando casi las dos horas que dura la puesta en escena. No sé si lloro porque mi futuro es aciago o porque ya no me siento una troyana y vuelvo a ser una exiliada más de un país tomado por sus propios militares. Ya no tengo dioses a quien pedir ayuda, ni héroes a quien llorar.  La persona por quien llegué a este país ya no es nadie; no tiene identidad, ni lugar donde estar. Creo que sabe, que la enfermedad lo alcanzó.

Con todo mi egoísmo quiero desaparecer para no ser arrastrada por su inminente final. ¿Será que todavía no ha llegado mi hora?  Me iré cuando ya no tenga más deseos de recorrer las calles; cuando la obra baje de cartel y yo necesite reconstruirme en otro lugar. Necesito sentir el olor de mi tierra, caminar bajo la lluvia fuerte que añoro, padecer el frio extremo de los inviernos de mi patria o perder la mirada en el cielo azul que acá no existe.